Devocionales

5 DÍA

El Dios que se inclina

Las voces la sacaron de la cama. —¡Levántate, prostituta! —¿Qué clase de mujer crees que eres? Los sacerdotes abrieron de golpe la puerta del dormitorio, descorrieron las cortinas y quitaron las cobijas. Antes de poder sentir la calidez del sol matutino, ella sintió la vehemencia del desdén de ellos. —¡Qué vergüenza! —Patética. —¡Repugnante! Apenas tuvo tiempo para cubrirse el cuerpo antes de que la hicieran marchar por las estrechas calles. Perros ladraban. Gallos salían corriendo. Mujeres se asomaban a las ventanas. Madres sacaban del camino a sus hijos. Mercaderes miraban por las puertas de sus tiendas. Jerusalén se convirtió en un jurado que entregaba su veredicto con miradas y brazos cruzados. Y como si la incursión al dormitorio y el desfile de vergüenza no hubieran bastado, los hombres la metieron violentamente en medio de una clase bíblica matutina.

Y por la mañana [Jesús] volvió al templo, y todo el pueblo vino a él; y sentado él, les enseñaba. Entonces los escribas y los fariseos le trajeron una mujer sorprendida en adulterio; y poniéndola en medio, le dijeron: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de adulterio. Y en la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices? (Juan 8.2–5). Los asombrados estudiantes quedaron a un lado de la pecadora. Los acusadores religiosos en el otro. Todos tenían sus preguntas y convicciones; ella arrastraba la estropeada bata casera y tenía corrido el lápiz labial. Los acusadores alardeaban: «Esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo del adulterio». Agarrada en el mismo acto. En el momento. En los brazos. En la pasión. Atrapada en el mismo acto por parte del Concilio de Jerusalén sobre Decencia y Conducta. «En la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices?» La mujer no tenía salida. ¿Negar la acusación? La habían atrapado. ¿Pedir clemencia? ¿De quién? ¿De Dios? Los interlocutores de Jesús estaban agarrando piedras y haciendo muecas. Nadie la defendería. Pero alguien se inclinaría por ella.

«Jesús, inclinado hacia el suelo, escribía en tierra con el dedo» (v. 6). Habríamos esperado que se pusiera de pie, que diera un paso adelante, o incluso que subiera por una escalinata y hablara. Pero en vez de eso se inclinó. Descendió más abajo que todos los demás: los sacerdotes y el pueblo, y hasta la misma mujer. Los acusadores bajaron la mirada sobre ella. Para ver a Jesús debieron mirar aun más abajo. Él tiene la tendencia a inclinarse. Se agachó para lavar pies, para abrazar a niños. Se inclinó para sacar a Pedro del agua, y para orar en el huerto. Se inclinó ante el madero romano contra el que lo flagelaron. Se agachó para cargar la cruz. La gracia tiene que ver con un Dios que se inclina. Aquí se inclinó para escribir en la tierra.

Jesús vio la mente de los acusadores, así que Jesús solo respondió que el que esté libre de pecado arroje la primera piedra. Las personas comenzaron a dejar las piedras que estaban para matar a la mujer según la ley de Moises. Entonces Jesús quedo a solas con la mujer y le miro a su rostro asustado y sin esperanza y le dijo:
«¿Dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó? Ella dijo: Ninguno, Señor. Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno; vete, y no peques más». (Juan 8.10–11) A los pocos minutos el patio quedó vacío. Jesús, la mujer, los acusadores... todos salieron. Pero quedémonos nosotros. Miremos las piedras en el suelo, abandonadas y sin haber sido usadas. Y veamos los garabatos en la tierra. Este es el único sermón que Jesús escribiera alguna vez. Aunque no conocemos las palabras, me estoy preguntando si se parecían a estas: Aquí obró la gracia.